Egun on!
Feliz inicio de la gélida semana que se avecina, ya nos hemos fundido una buena parte de enero, que se nos pasa volando una vez más, ya os queda menos a los que todavía lidiáis por terminar la temporada de exámenes! Y entre tanto día rutinario voy y encuentro una buena reflexión sobre la estupidez mientras aprovecho precisamente los ratos tontos de espera al transporte para viajar al universo Cortázar mientras llega el autobús.
Creo que el amigo Julio está al parecer de acuerdo conmigo en que ningún día debe ser igual al anterior, y puede que la diferencia se encuentre en saber sacar el jugo a todo lo que encontramos en el camino, aunque para ello haya que ser realmente idiota como nos dice en esta parte de su texto que hoy quiero compartir con vosotros:
Hay que ser realmente idiota
para...
Hace años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se
me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece un tema muy desagradable,
especialmente si es el idiota quien lo expone…
En realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno completamente
aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a ratos hay como una
nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes
están reunidos en una misma inteligencia y comprensión, y frotarse un poco
contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va
benissimo. Lo triste es que todo va malissimo cuando uno es idiota, por ejemplo
en el teatro, yo voy al teatro con mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo
de mimos checos o de bailarines tailandeses y es seguro que apenas empiece la
función voy a encontrar que todo es una maravilla.
Me divierto o me conmuevo
enormemente, los diálogos o los gestos o las danzas me llegan como visiones
sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las manos y a veces me lloran los ojos o
me río hasta el borde del pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber
tenido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a una exposición de cuadros…
Mi mujer
también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me doy cuenta (ese
instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que su diversión y
sus aplausos no han sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros
algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido, pero nunca como yo, y
también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e inteligencia que
el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero que desde luego
no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los colores de los trajes
son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas y cosas…
Me gustaría defender a los mimos checos o a
los bailarines tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan
feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi
mujer me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente
cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me
parecía (pero en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada,
sencillamente estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me
bastaba para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y
puedo tan poco)…
Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de que cualquier
cosa basta para alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo
que he amado y gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice...
Lo peor es que a los dos días
abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la crítica coincide casi
siempre y hasta con las mismas palabras con o que tan sensata e
inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos.
Ahora estoy seguro de
que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de un
hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final
me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los lagos del
Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude menos que
ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su
hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea delicada que corta
su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta perderse en la
distancia.
Mi entusiasmo no nace solamente del pato, es algo que el pato cuaja
de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de
un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de
la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete
para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, el sándwich
de jamón, los botones para encender o apagar la luz, la ventilación regulable,
todo eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi
alcance me llena de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de
delicia que no debería terminar más.
Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo
es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las
palabras) y que no es posible entusiasmarse así por una tela de araña que
brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de
araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den King Lear?...
Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo
por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga
que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. La
idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante: ahora me
gusta esta piedrita amarilla, ahora me
gustas tú, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la Gare
de Lyon, ahora me gusta ese cartel arrancado y sucio. Ahora me gusta, me gusta
tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que
no sabe que es idiota y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase
inteligente lo devuelva a la conciencia de su idiotez y lo haga buscar
presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al suelo, comprendiendo y a
veces aceptando porque también un idiota tiene que vivir, claro que hasta otro
pato u otro cartel, y así siempre.
En fin, y como mi día tonto parece ya no tener fin, os dejo que disfrutéis de los vuestros iniciándolos con una banda sonora para bailar bajo la lluvia que conjuntará más o menos bien con el texto: "El rock n roll de los idiotas" una de mis favoritas del maestro Sabina, que espero que os guste. Que salgáis sin temor a hacer el ganso, el pánfilo, el imbécil y mucho más, a disfrutar...y ¡FELIZ SEMANA! :)